Antes de dedicarse a la política, el actual gobernador de la Provincia de Buenos Aires y aspirante a la Presidencia de la Nación, Daniel Scioli, cultivaba la motonáutica.
Durante una regata, tuvo un accidente con su lancha y, como consecuencia, perdió el brazo derecho. Hace pocos días lo vi jugar futsal en un equipo llamado Villa La Ñata.
En una jugada insólita, el referí le cobró “mano”. El gobernador protestó: “¡Justo a mí me cobrás mano!”, dijo mientras señalaba el espacio vacío del miembro faltante. Pero la repetición televisiva no dejó dudas: Scioli había controlado la pelota con el muñón. Este episodio, ciertamente de humor negro, me trajo el recuerdo del Manco Castro y su actuación en el primer Mundial, comentada en estas páginas. También recordé los hechos que narraré a continuación, trágicos y emocionantes a la vez.
La década de los años ’60 son recordados por la profusión de cambios: los Beatles, las minifaldas, los hippies, la carrera espacial, la Guerra Fría. El fútbol no podía ser ajeno a esas revoluciones y así como es la década del reinado de Pelé y de gloriosos príncipes como Garrincha, Uwe Seeler, Bobby Charlton, Lev Yashin, Just Fontaine, Luis Suárez y Eusebio; también produjo tipos futbolísticos marcados por la rebeldía y la vida alegre, cuyo paradigma es el recordado George Best.
Esta es la historia de un jugador argentino, cuyo éxito en las canchas y su correlato en la vida social le trajeron consecuencias irreparables; aunque no impidieron que siguiera haciendo lo que mejor sabía hacer: jugar a la pelota.
El protagonista de hoy se llamaba Victorio Francisco Casa. Había nacido en la costera ciudad de Mar del Plata el 28 de octubre de 1943.
Muy joven se inició futbolísticamente en Deportivo Norte, club de la Liga Marplatense.
Jugaba de wing izquierdo. Allí estuvo hasta los 18 años, cuando decidió ir a probar suerte en la Capital. Lo fichó San Lorenzo de Almagro para que jugara en sus divisiones inferiores. Un año más tarde, en septiembre de 1962, hizo su presentación en el primer equipo del Ciclón, frente a Ferro Carril Oeste. El club de Boedo estaba transitando un momento de transición, después del campeonato logrado en 1959. Su principal figura, José Francisco Sanfilippo, ya no jugaba en el club y se estaba formando un equipo nuevo.
A Casa le llevó un par de años afianzarse, hasta que llegó su gran año: 1964. El técnico José Barreiro formó un plantel de canteranos muy jóvenes, muy hábiles y muy despreocupados. La hinchada los amó y los bautizó Los Carasucias. Jugaban muy bien, daban espectáculo en el campo y se divertían fuera de él. Las mujeres morían por ellos. Eran Narciso “Loco” Doval, Héctor “Bambino” Veira, Fernando “Nano” Areán, Roberto “Oveja” Telch y Victorio Casa.
Casa se distinguió por su habilidad y su gambeta. Ese mismo año, integró la Selección en un torneo jugado en Brasil, la Copa de las Naciones. Argentina iba para salir último cómodo; pero, sorpresivamente, salió campeón tras derrotar a Portugal 2-0, al Brasil bicampeón del Mundo 3-0 y a Inglaterra 1-0. Victorio formó parte del plantel sin jugar, pero el éxito lo alcanzó igual.
Eran días felices. Después del fútbol, los jóvenes atletas prolongaban las veladas en los lugares más señalados de la noche porteña y en la mejor compañía.
En la ciudad de Buenos Aires hay algunas zonas, sobre todo en el sector norte, que los lugareños suelen llamar con picardía “Villa Cariño”. Son calles oscuras, arboladas y serenas, cercanas al Río de la Plata, donde acostumbran estacionar sus automóviles las parejas de enamorados para “mejor cosechar el beso que crece en la penumbra”, como diría Dolina. Los bosques de Palermo, la Costanera, las inmediaciones del Estadio de River Plate son algunos puntos donde el ambiente promete intimidad.
También cerca del Monumental, hay un edificio cuya fama siniestra ha trascendido nuestras fronteras. Se trata de la tristemente célebre Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA). En los años ’60 era una instalación de la Marina de Guerra destinada a la formación de los aspirantes navales. Como es sabido, durante la Dictadura cívico-militar de los ’70-’80 fue utilizado como centro clandestino de detención, el más emblemático de todos.
En el alambrado que lo circunda abundaban los carteles amenazantes: ZONA MILITAR. NO ESTACIONAR NI DETENERSE. EL CENTINELA ABRIRÁ FUEGO.
Hacia allí se encaminó Victorio Casa la noche del 11 de abril de 1965, en agradable compañía femenina. Estacionó su coche y buscó en la radio una emisora que transmitiera música romántica. Eligió una que estaba tocando “Inolvidable”, de Tito Rodríguez. Un guardia, cuyo nombre nunca trascendió, lo vio, le dio la voz de alto y, al no obtener respuesta, le disparó una ráfaga de ametralladora. Los balazos atravesaron la carrocería y le dieron en el brazo. Fue un momento de desesperación, pues la hemorragia era terrible. Le salvó la vida un taxista que lo reconoció y lo llevó al Hospital Pirovano.
Lo operaron de urgencia; pero las heridas eran graves y los médicos no tuvieron otra opción que amputarle el brazo derecho. Su habitación de hospital se llenó de amigos que venían a brindarle su solidaridad. Jugadores, periodistas, actores y actrices pasaron a visitarlo y a asistirlo en su convalecencia.
A pesar de tamaña desgracia, Victorio no perdió ni su buen humor ni las ganas de jugar. Uno de sus compañeros le preguntó en la misma habitación del hospital qué iba a hacer cuando volviera a las canchas. “¡Amontonar gente!” contestó, “¡Ahora nadie va a poder agarrarme de la manito!”
La Armada se hizo cargo de todos los gastos y le proporcionó un brazo ortopédico.
El 25 de mayo de 1965, 45 días después del accidente, volvió a jugar, causando gran emoción en sus partidarios y un dilema para los defensores de Banfield, su rival de turno. “Sentimentalmente, es un problema marcarlo, lo tendría que dejar libre. Pero debo jugar fuerte”, confesó Carlos Álvarez.
Victorio reconoció luego que sus adversarios nunca le tuvieron contemplaciones, que incluso se burlaban de su deficiencia. Pero él se la aguantaba. De la misma manera soportó las bromas pesadas de sus compañeros, aquellos para quienes la vida era una fiesta sin pausa. Una vez pidió que le ataran los cordones de los botines. Él no podía hacerlo. Alguien simuló ayudarlo, pero lo que hizo fue atarle los cordones del zapato derecho con los del izquierdo y Casa quedó inmovilizado en el vestuario, mientras todos los otros salían al campo. El referí Pestarino contaba una y otra vez los jugadores de San Lorenzo, mientras Veira y los suyos se morían de la risa. Durante los partidos, le daban el balón para que efectuara los saques de banda. Le robaban el brazo artificial y se lo escondían en los lugares más ruines.
Intentó jugar con la prótesis, pero le representaba un peso muerto que lo cansaba mucho, así que lo descartó. Casa siguió jugando con un solo brazo, aunque esto afectó seriamente su equilibrio. En 1966 fue transferido a Platense, donde solo jugó en la reserva. Ya con sus capacidades visiblemente mermadas, partió a la aventura norteamericana, donde militó en la incipiente NASL. Integró las filas de dos equipos de Washington, los Whips en 1968 y los Darts en los dos años siguientes.
Volvió a la Argentina para retirarse en 1971, jugando para Quilmes.
Se alejó del fútbol, salvo una breve experiencia como director técnico en su ciudad natal. Trabajó como taxista, vigilante en el casino, tuvo varios negocios. Cayó en la bancarrota y volvió a empezar. Salvó a dos personas que se ahogaban en el mar. Siempre afirmó que las satisfacciones más lindas las tuvo después de perder el brazo. El 6 de junio de 1993, a los 63 años, falleció en Mar del Plata.
No fue un jugador descollante. Su accidente fue, a la vez, causa de su declive y motivo de su fama. En la historia del balompié, su nombre será recordado como el de un hombre que no se rindió y que vivió su desgracia con la misma actitud desprejuiciada con que encaró la vida.