La Batalla de Belgrado (1977)

Quizá no me crean los más jóvenes, pero hubo un tiempo en que la selección española de fútbol no ganaba nunca. Por no ganar, no ganaba siquiera el derecho a participar en las fases finales de campeonatos internacionales. España no fue capaz de clasificarse ni para una sola Eurocopa ni para un solo Mundial en toda la década de los setenta, si exceptuamos el de Argentina 1978.

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La selección española no entraba en un Mundial desde Inglaterra 1966 y el desánimo entre futbolistas y aficionados era más que evidente.»La Roja» era un equipo varios escalones por debajo de Italia, Holanda o Alemania y tan solo aspiraba a ser, en el mejor de los casos, un digno participante en competiciones internacionales.

Por ello, el partido que enfrentó a Yugoslavia y España el 30 de Noviembre de 1977 fue tan importante para la selección española. No había en juego ningún título europeo ni mundial…simplemente estaba en liza el pase a la fase final de Argentina 1978, lo máximo a lo que podía aspirar España por aquel entonces. El que ganara iría a Argentina, el que perdiera lo vería desde su casa.

El partido se disputó en la Yugoslavia Socialista de Tito, que concedió a sus ciudadanos aquella jornada como día festivo para que pudieran ir a animar, sin cortapisas laborales, a su selección nacional. Si en la actualidad los balcánicos son un público caliente, imagínense lo que debía de ser en aquella época militarizada, en la que el fútbol era una de las pocas válvulas de escape para la población. Con 100.000 espectadores en la grada, el «Maracaná de Belgrado» rugía desde horas antes del comienzo del partido.

Los españoles al salir a calentar al césped fueron apedreados y tuvieron que volverse a los vestuarios a toda prisa. Aquel día el calentamiento lo tuvo que hacer España dentro de su propio vestuario. El ambiente era tan atronador que los cimientos temblaban y el hormigón armado parecía querer hablarle en serbio a los españoles. Aquello iba a ser una guerra.

A España le valía el empate o perder por un gol para clasificarse…pero sacar algo así en aquel ambiente infiernal estaba al alcance de muy pocas selecciones en el mundo. La clara favorita para llevarse el gato al agua aquel día era Yugoslavia que, amparada por una grada enloquecida y un árbitro inglés que hacía vista gorda en las brutales entradas balcánicas, iba creciéndose e inquietando cada vez más el marco de Miguel Angel.

Pero España no se achicó. Sacó el orgullo de cuando todos te dan por derrotado y demostró a los yugoslavos que por muchas patadas que dieran, ellos no se iban a arredrar. Los yugoslavos dieron palos hasta aburrirse en aquella tarde de invierno. No solo hubo patadas sino puñetazos, codazos y tirones de pelo a los españoles. Ni así pudieron ganar los balcánicos, que acabaron el encuentro «milagrosamente» con los once jugadores.

Para más épica, España fue capaz de derrotar a los yugoslavos en aquel infierno de Belgrado con un gol en semifallo de un argentino nacionalizado español, Rubén Cano. Era el minuto 71 y en un centro muy pasado de Cardeñosa, Rubén Cano golpea el balón con la espinilla, entrando a duras penas en el marco rival. Estoy seguro que si la hubiera enganchado con el empeine la habría sacado del estadio. El hecho de pegarle mal le valió para marcar un gol. Ironías de la vida y del fútbol.

 

 

El partido concluía con ese sorpresivo 0-1 y con los españoles amoratados por los golpes, pero contentos por haber logrado una proeza digna de un gran equipo. Habían derrotado a un conjunto casi imbatible en su casa ante 100.000 espectadores y con un árbitro muy casero. La prensa deportiva española, muy necesitada de éxitos también, se deshizo en elogios por el comportamiento tan bravo que habían tenido los españoles aquel día. Juanito fue uno de los símbolos de aquella inolvidable jornada de fútbol al recibir un tremendo botellazo en la cara cuando salía del terreno de juego.

Aquella tarde se ganó por huevos, por entrega,por Fe….aquella tarde los españoles se congregaron ante la televisión y se sintieron orgullosos de aquel equipo que, aunque habitualmente perdedor, seguía siendo el suyo. El obrero y el burgués, el franquista y el rojo, se sintieron unidos durante 90 minutos, gozosos de pertenecer al mismo trozo de terreno que por ventura quiso llamarse España.

 

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